lunes, 22 de diciembre de 2008

“Crónicas de un perro”


1. Estaba yo tirado al sol del mediodía, en un banco de la plaza principal, y distraído con los gorjeos de las palomas, de vez en cuando levantaba la mirada para observar la actividad de los alrededores. Ya a lo largo de la mañana, había notado en incansable trajinar, el paso de una de las tantas mozas de café de la cuadra, frente a la iglesia catedral. Sorprendido por esta nueva modalidad de hacer que estas chicas caminen con una bandeja, con uno o dos pocillos de café, una y hasta dos cuadras de distancia del local donde normalmente se sacian estas estúpidas necesidades, un cosquilleo de picardía me subió por la garganta y estallé de un grito a la muchacha que pasaba casualmente cerca del lugar en donde yo estaba: “¡eh, muchacha, si por un pocillo de café te hacen caminar dos cuadras ¿cuántas caminarías por la propina que te arrojan esos gordos señores?.

2. Otra vez, estando haciendo una cola para recibir un poco de pan en un local de mercaderías, una Señora que había advertido que yo me le había colado me dijo: “¡eh!, ¿no le parece que yo estoy antes que usted?”, mas yo, mirándola de pies a cabeza, sin contenerme en mi desmesura le contesté al instante: “eh, vieja, bien se nota sin tener que aclarármelo, que tú estas antes que yo, y que también te podrirás antes que yo”.


3. Cierto día, en medio de un griterío histérico que cortaba el tránsito por la calle, había un gordo sindicalista protestando por los bajos salarios de su sector; yo que andaba por ahí, al paso le grité: “¡ehi!, ¿es que acaso lo que te pagan, no es suficiente como para reventar el cinturón de tus pantalones?, busca bien entre tus gruesas carnes, de seguro te queda medio sueldo por encontrar”.


4. Invitado una noche a una exposición de arte contemporáneo, y luego de haber dado varias vueltas por la misma, me despaché a los pedos y diciendo: “veo aquí a tantos artitas, que me pregunto en dónde habrán dejado sus obras”. Los artistas, que eran la mayoría entre los presentes, avergonzados por la denuncia, con los dedos aferrando fuertemente sus narices uno a uno, se fueron retirando en silencio.



Autor: El discípulo del perro

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