miércoles, 1 de abril de 2009

SADE O LA IMPOSIBILIDAD

Leopoldo María PANERO




El laberinto de lo imposible


En el vacío de mi memoria se instaló, cuando me disponía a comenzar estas páginas, una pregunta con la que un amigo mío introducía a la lectura de Fourier. La pregunta, sencilla y aterradora, era «¿Cómo poder escribir?» La asociación no es en modo alguno extraña, ya que la imposibilidad es el tema así como la forma de la escritura sadiana, e incluso forma parte de su ejercicio mismo.
Por consiguiente, sabedores de ello, desarrollaremos esta tentativa de análisis de esa escritura imposible, en forma de una serie de sofismas nacidos para contemplar sus cenizas, de paradojas que no abocan sino a mostrar por un instante el resplandor de lo imposible, la inviabilidad del pensamiento así como de la escritura. Ahora bien, ¿qué es la imposibilidad? En otro lugar dijimos que no era diferenciable de una prohibición social, que la palabra «prohibido» bastaba para traducir el término «imposible». Trataremos aquí de precisar esta definición. Lo imposible es no lo prohibido por una determinada ley, sino lo que prohíbe toda ley, lo que escapa a toda razón «social». Lo imposible es lo que no se deja determinar por la razón social, lo que no se inscribe en el marco de una sociedad, de un sistema de relaciones humanas: lo que cualquier estructura social necesita prohibir para mantenerse; lo imposible es lo asocial puro, lo que rompe por completo con la alternancia de deberes y derechos que genera la imposición del vínculo de reciprocidad. Es decir, lo que rompe con el hombre, pues el hombre no es nada sin ese vínculo, el hombre, tránsfuga de la naturaleza como veremos luego, es enteramente un producto social y necesita defender su inmensa fragilidad –la fragilidad inmensa de algo que no cuenta con un apoyo natural- mediante el mantenimiento forzado de la sociedad y dé lugar a la dicotomía entre la ley y lo prohibido, entre lo posible y lo imposible.
La ley es la dependencia supuestamente necesaria de un individuo al rostro blanco del Otro asegurada por una escritura. Ese Otro, del que se nos hace depender en primer término, es un rostro blanco por cuanto es intercambiable y la función que desempeña –la de representar la «tercera persona» de la escritura- es la función de la no-persona: el Otro está por ello desde un principio asomado a su ausencia, y por ello cabe pensar en su desaparición, por ello el asesinato es posible, aun cuando esté prohibido y forme por tal motivo parte del registro de lo imposible. En cuanto a la escritura, es la que hace posible la relación con ese Otro, el reenviarla a una dimensión inexistente gracias a la cual dicha relación puede efectuarse, al abrigo de la muerte, a una memoria colectiva que impide que el olvido la borre: una memoria colectiva que es también la memoria de nadie, y a ese nadie debemos remitirnos en busca de una identificación en base a la cual hablar, relacionarnos con el otro. Yo, Otro y escritura es el triángulo de la ley, la base de toda sociedad, la tripartita de lo posible. Como la base del triángulo –la escritura- se abre a un lugar inexistente, como la escritura, para mantenernos a salvo de la muerte, habla en su nombre y ocupa su lugar, y es merced a la muerte por lo que todo existe; como la sociedad está construida sobre una ausencia fundamental, la violación de la ley social, lo imposible, es posible, y la sociedad corre siempre el riesgo de desaparecer. Sólo la moral –la escritura- lo impide: es la encargada de preservar la sociedad y el hombre que ella genera, al abrigo de las tentaciones de lo imposible, que a veces se abren en la forma del crimen, la locura, etc.
La moral castiga estas formas de lo imposible cuando pertenecen a la dimensión del sueño o cuando no afectan a todo el triángulo, por ejemplo, tan sólo a uno de sus lados, el de la relación con el otro: así la soledad, que únicamente merece un leve descrédito, con el estigma y el descrédito, y a su realización –o tentativa de-, con el linchamiento o crimen moral, que definiremos luego. El silencio es aterrador inclusive como sueño porque hace imposible el entero triángulo; es por ello que linda con lo infame y constituye parte del tema y la forma de la escritura sadiana. La muerte accidental del lenguaje se castiga así con el estigma: esto ocurre en el caso de la mudez o de la sordomudez, cuyo estigma sanciona la risa, o en el animal, contra el que con frecuencia se ejerce nuestra crueldad por cuanto es, como el mundo, una forma de lo imposible.
Pero la ley no es tampoco el habla, sino, como vimos, la escritura: el habla está reprimida por la escritura, contra lo que opina Derrida, quien piensa, al contrario, que es la escritura quien está reprimida por el habla: esto sólo es cierto desde el punto de vista de un escritor; y un habla que no remita a la escritura –el grito, el alarido, el tartajeo del borracho- está incluso penalizada con violencias mayores o menores que el descrédito, un habla así es imposible.
Iremos más lejos: no se habla, por cuanto el habla depende de una escritura, siempre ya se ha hablado.
Lo imposible, sin embargo, no alcanza aquí todavía su gravedad, castiga con el linchamiento o con la muerte en vida –la exclusión de la circulación social, de la escritura, del yo reconocido o de la relación con el Otro-: nos hace falta llegar a casos límite de imposibilidad como lo son la locura, la subjetividad, el devenir puro, la relación inmediata con el Otro, la perversión y el ocio.
La locura está prohibida (es imposible) por cuanto niega el primer término del triángulo, el yo, el vínculo social interiorizado, la primera medida del valor social (que es mayor cuanto más fuerte es un yo y también cuanto más otros se sitúan en torno a él, cuanto más reconocido). Lo que viene a ser lo mismo, pues un yo es sueño reconocido cuanto más fuerte es, y es más fuerte cuanto más reconocido. La locura se produce cuando se rompe en algún lugar de la sociedad la estructura del tejido social: en primer lugar, porque un individuo se niegue, en un principio, a reconocer al Otro representativo de la escritura, al Otro por excelencia que es el padre, que por el hecho de incorporar la ley se convierte en un fantasma, y acepte reconocer tan sólo la tangibilidad de la madre, la relación inmediata que con ella se establece por las vías de la sexualidad oral, sin contar con el lenguaje que haría posible esa relación al ponerle fin, el imponerle un límite; esto es lo que Lacan llama «forclusión», y de producirse en algún miembro niño de la sociedad, éste no alcanzará a formarse un yo, que se modela por la relación con el padre. En segundo lugar, porque su yo mínimo no es más tarde, debido a su casi-ausencia, reconocido por otros miembros del tejido social, que al rechazarle por ser también él, de otra manera a como lo era el padre, un fantasma, conducen al sujeto a esa «situación de jaque mate» que según Laing provoca la explosión y el viaje «esquizofrénico».
La locura es también algo prohibido e imposible, impensable, por cuanto ignora junto con los dos –el yo y la relación medida con el Otro- el tercer término del triángulo, no se somete a la escritura: por ello se hace preciso obligarla a entrar en ella creando una escritura especial encargada de tapar ese agujero, una escritura basada en una razón analógica o mágica cuya única labor es introducir diferencias en esa inmediatez y, comparando locura con locura, lograr en esa singularidad un mínimo de universalidad; mediante el llamado «diagnóstico», que es el reenvío de una locura a otra, se exorciza a lo absolutamente único e incapaz por tanto de inscribirse lo mismo en una escritura que en un conjunto social. La subjetividad, o tiempo psíquico puro, que es el reverso de la locura, la salud de una psique sin grietas, está tan prohibida o imposibilitada como la locura porque lleva a su extremo la tendencia implícita en cualquier movimiento psíquico de negar el lenguaje y la neutralidad psíquica del trabajo social. Todo movimiento psíquico rechaza, como bien dice Lacan (Kant avec Sade) el lenguaje y la ley de la reciprocidad. La psique no conoce otro, el espíritu no sabe de ninguna realidad.
Por ello la subjetividad del superhombre o del «genio» -que inventa un nuevo lenguaje siempre más cercano a lo inmediato psíquico de lo que estaba el lenguaje, la escritura hasta él, o que inventa un nuevo código social más próximo a la libertad pura, a lo absoluto social- está prohibida y se autoriza sólo cuando no existe, cuando sus manifestaciones, incluso las más extremas, se han transformado en una escritura: cualquier exceso es entonces permisible, en el ámbito de una biografía.
El genio atenta no sólo contra el vínculo social, por su subjetividad, sino también contra la escritura que impone la muerte como ley de vida, proscribiendo de la sociedad el devenir puro, al que sustituye por un ser idéntico a la muerte –la muerte que es la «tercera persona» cuyo silencio habla en mi relación con el otro, que es quien formula la ley social, haciendo que incluso la vida sea imposible-. El escritor genial o el héroe atentan contra esa escritura de la muerte al tratar de vivirla, de hablarla, de introducir en el ser que ella inventa la dimensión de lo que nunca es –la dimensión del habla-, la dimensión prohibida del devenir, y son por ello asesinados por la escritura que habían tratado de suplantar, o «suicidados» -volveremos más tarde sobre el significado de este término- en nombre de ella por la axiomática que recoge sus ecos. La subjetividad está prohibida, pues la ley es la escritura, la palabra objetivada.
La perversión está también situada por dicha ley de la muerte, que nos obliga a usar la camisa de fuerza de una sociedad y de una escritura, está también situada por dicha ley de la muerte, decía, al otro del espejo. Y esto por cuanto atenta contra el cuerpo, que es, como veremos en el párrafo siguiente, un valor social dado por el Otro, por cuanto nos practica la generación que en el hombre carente de instintos es tan sólo una institución social, y también como la locura o la subjetividad absoluta del genio por cuanto impugna una escritura literaria o científica, por cuanto impugna lo mismo que la locura la retórica del hombre; y es importante señalar que impugna no sólo la escritura científica, sino también la escritura literaria, por cuanto dicha escritura ha estado siempre, con la sola excepción de Sade –que no justiciable, como veremos en la escritura-, sujeta a esta retórica del hombre desde la que se conceptúa el mito amoroso, y, por lo tanto, ha ignorado las perversiones que, como la coprofagía, lo hacían imposible.
Por todo ello la perversión, si antaño fue castigada con el linchamiento, hoy lo es o bien con formas veladas a éste -la que llamamos «suicidamiento»- o bien como la locura, siendo obligada a franquear por la fuerza de los límites de la escritura «científica» que es actualmente la encargada, en lugar de la moral que se ha vuelto un arcaísmo, de imponer al hombre su máscara, de encerrar al espíritu infinito e indiferente en los límites de una escritura.
Y como la perversión puede decirse que toda sexualidad, toda relación inmediata con el Otro, atenta contra la escritura que es de los tres lados del triángulo el único intangible, y es por ello reprimida, forzada a la oscuridad o a la cárcel de lo «privado».
Pero lo que básicamente pone en cuestión la sociedad, por ello lo más imposible, es el ocio, ya que éste atenta contra la escritura –que no olvidemos que es un trabajo-, contra la moral que ésta produce –llámase religiosa o científica- y que necesita imponerse por el desgaste de la subjetividad efectuado por el trabajo, así como contra todo sistema de intercambios sociales que está basado en el trabajo, pues el trabajo es el cuarto lado del triángulo social, o bien, si suponemos que la estructura de la sociedad es la de una pirámide, la base de ésta (pues es para el mantenimiento de la sociedad aún más importante que la escritura). Sin el trabajo, no cabría ni una moral ni una escritura, y la sociedad estaría plenamente encarada con la posibilidad –con la imposibilidad- de su desaparición. Por ello se dice del ocio que es «la madre de todos los vicios», la palanca accionando la cual lo imposible entra en escena.
Todas las formas de lo imposible que hemos analizado se manifiestan en el ocio: la locura que nos vuelve improductivos: el «genio», que al considerarse innato no necesita de un aprendizaje o de un trabajo, etc. Con el ocio, la figura máxima de lo imposible, el rostro que más espanta a los guardianes de la cárcel social, a los guardianes de lo posible; ponemos fin a nuestra lista de monstruos: todos ellos –la soledad (típicamente sadiana, como señaló Blanchot), el silencio (el silencio de la eyaculación), la locura, la perversión, la relación inmediata con el Otro (no hay en Sade otro tipo de relaciones), el ocio- constituyeron el tema de la escritura sadiana, todos cuyos esfuerzos se dirigieron a abolir el vínculo social, así como el hombre que se deduce de él –el hombre necesitado de un reconocimiento, esclavo del Otro, el hombre que no es un Yo solo y absoluto- : el tema sadiano es, pues, lo imposible o la ausencia del hombre. Sade también, como ahora veremos, se esforzó en atacar la escritura: todos los discursos de sus libertinos no tiene otro fin que impugnarla, todos sus argumentos elaboran de un modo siempre cambiante un mismo «leiv-motiv»: el rechazo de la escritura, que es quien estructura la posibilidad.
El rechazo de la escritura –llevado a cabo paradójicamente mediante la escritura- se deducía del rechazo del Otro, que hizo imposible una escritura sometida a una lectura: Sade se niega, en efecto, a caer en mano del Otro en virtud de una lectura, se niega a caer dentro de la división entre escritura y lectura, y se niega a traicionar el ocio, el habla, en una obra. La práctica de la extraña escritura sadiana, su ejercicio mismo fue, pues, como dijimos al comienzo, también imposible, lo mismo que su tema, por cuanto Sade no aceptó nunca inscribirse dentro de los límites de una escritura, no aceptó someterse a esa «experiencia de los límites» a la que pretenden reconducirlo hoy los últimos servidores estructuralistas de la reaccionaria mitología de la escritura.
La práctica de la escritura sadiana fue imposible, pues, lo mismo que hoy es imposible su lectura; hoy que es imposible sólo esto –sólo Sade y unos cuantos más_ lo que podemos leer, pues la escritura actualmente ha explotado, ha franqueado sus propios límites y recorre hoy el camino de la ausencia de obra, y la lectura que a ella se dirige ha de ser una lectura de la ilegibilidad.
Pero no sólo la escritura sadiana fue imposible, sino que, como daba a entender la pregunta que mencioné al principio, cualquier escritura lo es, y esta es la universalidad que anuncia la singularidad absoluta de la práctica literaria sadiana: pues «no es posible escribir», hablar de la pulsión por y para la cual se habla y se escribe. Lo que hace aún más extraño el hecho de que Sade escribiera, situado como estaba totalmente del lado de la pulsión, más bien que de la escritura y del lenguaje, que la contradicen aun necesitando de ella para efectuarse. Solventa nuestro asombro el análisis de la «forma», también imposible, de la escritura sadiana: proyectos de libros, novelas que no tienen otro argumento que la repetición, nada de descripciones de personajes, que conocemos sólo por su opacidad –las dimensiones de sus órganos sexuales-, etc.: la forma imposible de la escritura sadiana nos lleva a pensar que «Sade no escribió», y que el motivo principal de la ilegalidad de su escritura, de su conocida impublicabilidad, fue no ser una escritura.
Así, pues, quien hoy quiera leer en Sade la aventura, quien se arriesgue en sus páginas tratando de leer lo que no puede leerse porque no ha sido escrito, habrá de recorrer el círculo de lo imposible, habrá de tropezarse a cada paso con lo-que-no-puede-ser, más bien que con el no-ser, con lo que está prohibido que sea.
Y si nosotros asumimos con miedo, pero también sin dudarlo, la tarea de realizar por nuestra cuenta una lectura de Sade –sabiendo que no hay lectura de Sade- lo hicimos contando con que era imposible, como no fuera tratando de transcribir nuestros contactos con ese punto siempre desplazado, con ese mapa de lo lejano, en unos cuantos conceptos imposibles que se disolvieran el uno en el otro, es decir, como no fuera fracasando, lo mismo que Sade fracasó en su empresa de poner en escena lo imposible, de hacer hablar en una obra a la ausencia de obra. Fracasando, como él, aterradoramente, el silencio, y en la misma medida en que escribiéramos, por cuanto una escritura sobre Sade o sobre lo imposible es una escritura sobre aquello que, por definición no pertenece a la escritura. Pero lo mismo que Sade no consiguió romper la dureza de un límite, pero consiguió desplazarlo un poco más, o quizá extraviar la visión de ese límite, dibujar un punto de extravió de la visión, quisiéramos nosotros también ensanchar los límites de un fracaso, de nuestro fracaso en escribir en la escritura su pérdida por los otros medios que una alusión, un gesto, un dibujo del lugar en que falta el horizonte; a lo largo de estas páginas procuraremos demorar ese fracaso que toda escritura es. Hubiéramos querido demorarlo hasta lo infinito, pero los límites que impone la lectura, el nefasto-comercio autor-lector, la dimensión de un libro que éste impone, hace esto imposible. Por ello el ciervo permanecerá siempre fugitivo, al otro lado del libro: y mientras la sociedad persista, la escritura conocerá unos límites y el sueño maldito de escribir todo –l’inconvenance majeure, como la llama Blanchot- se pudrirá la hierba, cuando sobre el bosque que habita el Inasible caiga sobre las sombras. Será imposible detener su carrera, inscribir esta huida en el papel en que, negro sobre blanco, se invierten los cielos: será imposible también seguir al ciervo en su huida, y ello no porque la palabra sea demasiado lenta, sino porque está presa en los límites de una escritura. La lectura caerá sobre este papel como una losa: esta es mi tumba, podéis buscar vuestro rincón en ella: esta es también la tumba de la Escritura.

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