miércoles, 30 de junio de 2010

Algo más sobre Michel Onfray


MICHEL ONFRAY es un autor que se mueve en los márgenes del pensamiento y experimenta particular inclinación por lo que el orden establecido ha dejado de lado. Ha publicado Physiologie de Georges Palante, Pour un nietzschéisme de gauche (2001), Théorie du corps amoureux (2000), Politique du rebelle (1997), Journal hédoniste I y II (1996-1998), y L'art de jouir, pour un matérialisme hédoniste (1991) y Le ventre des philosophes, critique de la raison diététique (1989). 
 
"Hedonismo no es consumir"

E
ntrevista por Cecilia Bembibre
"Entre mis lectores están los locos, los histéricos, los perturbados, los nutricionistas", enumera con ironía Michel Onfray, el filósofo francés que reivindica al hedonista como figura clave de su propuesta teórica. No son todos. "Los que leen en la soledad de su existencia y tratan de mejorar su vida" conforman un público que ha encontrado en El deseo de ser un volcán, Diario hedonista, La construcción de uno mismo o La razón del gourmet argumentos sólidos para adherir a una moral distinta. Invitado por la embajada francesa para la Feria, Onfray conversó con Página/12.

–¿Hay un malentendido con la figura del hedonista?
–Se cree que el hedonista es aquel que hace el elogio de la propiedad, de la riqueza, del tener, que es un consumidor. Eso es un hedonismo vulgar que propicia la sociedad. Yo propongo un hedonismo filosófico que es en gran medida lo contrario, del ser en vez del tener, que no pasa por el dinero, pero sí por una modificación del comportamiento. Lograr una presencia real en el mundo, y disfrutar jubilosamente de la existencia: oler mejor, gustar, escuchar mejor, no estar enojado con el cuerpo y considerar las pasiones y pulsiones como amigos y no como adversarios.
–A los 28 años tuvo un infarto, y eso le sugirió su texto El vientre de los filósofos. ¿Cómo lo cambió esa experiencia?
–Cuando tuve ese infarto acudí a una nutricionista que me hizo comprender que se podía mantener un discurso castrador respecto de los alimentos. No había que comer con sal, ni grasas, no tomar alcohol, y la idea de mi primer libro arribó a partir de esa experiencia, como una invitación a considerar que el placer de la alimentación era preferible al displacer de una mala nutrición. Nos peleamos bastante, yo estaba en mi cama con el infarto y ella me estaba dando clases. Como conservaba algo de retórica, se fue enojada diciendo que conmigo no se podía discutir.
–Y nunca siguió sus consejos. ¿Cuál es su posición frente a la ciencia?
–Encuentro a la ciencia limitada e incapaz de incorporar todo lo que no es inmediatamente cuantificable, aunque la respeto. La ciencia no puede incorporar el placer; piensa que es deseable medicar a alguien para que el colesterol baje, sin pensar que eso puede ser terrible para la salud de una persona, porque está obligada a considerarse a sí mismo un enfermo. La ciencia debería poder integrar una dimensión psicológica de la medicina: sabemos que a veces el tratamiento con placebos lleva a curaciones.
–Uno de los fenómenos que usted señala es la disociación que existe entre el cuerpo y los sentidos. ¿Cuándo ubica el inicio de este proceso?
–Es algo que no puede situarse con mucha precisión, probablemente esta situación en la prehistoria no existía, pero con el proceso de hominización se desarrolla una moral y con ella una cultura de odio del cuerpo. Sólo hubo morales alternativas que celebraron el cuerpo, en tanto las morales oficiales, las morales del poder, consideran que hay que negarlo.
–Pero hay sentidos privilegiados, ¿cómo se llega a esta jerarquización?
–No es la sociedad la que privilegia: ciertos sentidos se ven privilegiados según una lógica de la supervivencia. Cuando el hombre caminaba en cuatro patas, estaba más en posición de oír y olfatear que de ver, al convertirse en bípedo existe la posibilidad de un mayor desarrollo del cerebro. La jerarquía de los sentidos se modifica y es la vista la que ocupa un primer lugar. Esto va cambiando con los siglos y con el desarrollo de la urbanización masiva. En la vida rural la gente tenía otra relación con la naturaleza; en la sociedad urbana actual se huele y se oye menos. Las sociedades consideran que hay bellas artes o sentidos nobles, relacionadas con la vista y el oído y otras menos nobles, relacionadas con el olfato o el gusto. Difícilmente se da la posibilidad de oler o gustar a otro fuera de la intimidad. Mi propuesta consiste en que los cinco sentidos deben ser considerados de manera igualitaria, y que debe ser otorgado a la gastronomía el mismo status que a la pintura o la música.
–Se está produciendo un documental sobre sus ideas, y usted se presenta en medios masivos. ¿Hay una apertura de la filosofía en ese sentido?
–Para el documental estoy escribiendo el guión. Es una colección que se ocupó de Deleuze, Sartre y Baudrillard, y reduce todo el trabajo a ciertas claves que permitan comprender la obra entera. Creo que el cine es un acercamiento posible a la filosofía, como la radio, la TV o el video. Son medios para llegar a gente que a lo mejor no se atreve a leer un libro. Hay quienes están a favor y en contra. Los que están a favor son los que son invitados, y los otros, los que nunca reciben invitación. Curiosamente, cuando se los llama para opinar en un programa cambian de posición.

Fuente: Página/12, 2001

Por Michel Onfray
La gente que piensa votar NO a la Constitución Europea es una cretina, paleta, imbécil, inculta, de poco poder adquisitivo, poco cerebro, poco pensamiento, pocos sentimientos. No posee títulos, ni libros, ni cultura, ni inteligencia. Esa gente vive en el campo, en las provincias. Son pueblerinos, pécoras, catetos, paletos. No tienen sentido de la Historia, no saben lo que es un gran proyecto político. Ignoran las bondades del Progreso. Se mueren de miedo.

Esos mismos imbéciles son lo que votaron NO a Maastricht, ignorando que el SÍ les iba a aportar poder adquisitivo, el fin del paro, el pleno empleo, el crecimiento, el progreso, la tolerancia entre los pueblos, la fraternidad, la desaparición del racismo y de la xenofobia, la abolición de todas las contradicciones y de todo el negativismo de nuestras civilizaciones posmodernas y, por lo tanto, capitalistas en su versión liberal.


Descargar Tratado de Ateología
El elector del NO es populista, demagogo, extremista, infeliz, reaccionario. Es el prototipo del hombre resentido. Su voz se mezcla además con la de los fascistas, izquierdistas, alter mundialistas y otros partisanos ligeramente vichystas de la Francia más rancia, los viejos tiempos sobrepasados por la feliz globalización. Digámoslo sin rodeos: un soberanista es un perro.

Por el contrario, el elector del SÍ es genial, lúcido, inteligente. Posee una buena cuenta corriente, un inmenso encéfalo, una gigantesca visión del mundo, una hipertrofia del sentimiento de generosidad. Es un erudito, presume de poseer una estupenda biblioteca, está dotado de un saber sin fronteras, de una sagacidad inaudita, tiene propiedades en la ciudad, es un urbanita convencido, parisino a ser posible. Tiene un gran sentido de la Historia y además no se pierde ni uno de los avances de su siglo. Conoce el Progreso, ignora el miedo. El debordiano Sollers, el sartriano BHL y el kantiano Luc Ferry son claros ejemplos.

Por supuesto el del SÍ votó SÍ a Maastricht y comprobó que, como era de esperar, los salarios aumentaron, el paro disminuyó y se fortificó la amistad entre las comunidades. El votante del SÍ es demócrata, moderado, feliz, se siente bien, es equilibrado, analista de toda la vida. Su voz se mezcla, además, con la de la gente que, como él, odia el exceso: el cristiano demócrata liberal, el chiraquiano de convicción, el socialista miterrandiano, el patrón humanista, el ecologista mundano. Es difícil no ser del SÍ...

Ciudadanos ¡reflexionad bien antes de que sea demasiado tarde!

Fuente: www.michelcollon.info [Traducción del francés: Marta Veiga Bautista]

Política del rebelde, Tratado de la resistencia y la insumisión [crítica]

Perfil Libros, Básicos, Buenos Aires, 1999, 288 págs.
Publicado en V de Vian, Buenos Aires, 1999

Un discípulo de Zenón trató de convencer a Diógenes, mediante una serie de argumentos que reducían al absurdo el concepto de movimiento, que el movimiento no existía. Diógenes se levantó y se puso a pasear. Dos mil quinientos años después, un tedioso neoidealismo sigue mordiéndose la cola con razonamientos del tipo: "Si Nietzsche dijo que Dios ha muerto, y eso significa que los valores que construyeron Occidente han muerto, ¿cómo vamos a proponer otros valores, puesto que el concepto mismo de ‘valor’ sólo es comprensible desde la metafísica occidental que estamos criticando?". Y así sucesivamente. Se trate de la muerte de Dios, o de la del hombre, o de la de los grandes relatos, Michel Onfray, el libertario, acepta el diagnóstico pero refuta las consiguientes argumentaciones nihilistas. Lo hace de la misma manera en que su precursor Diógenes, el cínico, refutaba a los dialécticos: se levanta y pasea. O, mejor dicho, escribe.

El resultado es Política del rebelde: tratado de la resistencia y de la insumisión, donde formula una filosofía, una ética y una política hedonistas, libertarias y de izquierda, nombres o calificativos que en ningún momento se cristalizan para configurar una prescriptiva. A Michel Onfray no le interesa trabajar con conceptos "limpios, transfigurados por la filosofía", sino con lo individual concreto encarnado. Este método que, remitiéndose a la disputa medieval de los universales, él mismo llama "nominalista", se deduce de la experiencia que vació definitivamente de sentido a los viejos valores: los campos nazi de concentración, máxima expresión del proyecto racionalista, universalista y normativo. Siguiendo la vía de los deportados Robert Antelme y Primo Levi, Onfray se propone pensar un mundo donde se evite el retorno de cualquier cosa que pueda siquiera parecerse a la barbarie nazi. Su primer paso consiste en desarrollar una antropología y una ética a partir de cuatro verdades descubiertas en los campos de concentración: existe una sola especie humana; esa especie no es una abstracción sino que se resuelve en cada existencia particular; lo que hace a la irreductibilidad de cada una de estas existencias es su individualidad (y no, como lo quiere la tradición, su ser "sujeto", "hombre" o "persona"); y cada individuo está condenado a sí mismo.

Establecido este individualismo y denunciadas "todas las formas de campo de concentración posteriores a la liberación en los campos nazis, incluidas las catedrales del dolor que son las fábricas, empresas y otros lugares organizados y administrados por el capitalismo", Onfray procede, en las siguientes secciones del libro, a construir una política sobre, por y para ese individuo. El corazón de su convocatoria, la "figura nueva", es Mayo del ’68, cumplir, terminar, perfeccionar lo que allí quedó inconcluso: las posibilidades abiertas por el pensamiento de Deleuze y Foucault; la demolición de la familia mononuclear como modelo normativo único y su reemplazo por las experiencias intersubjetivas de todo tipo; el trabajo ya no entendido como una fatalidad sino en relación limitada a las necesidades del propio consumo; la perspectiva de una "economía generalizada", que se practique no como una actividad separada sino integrada a los demás dominios del individuo. "Antes los teólogos hacían la ley; ahora son los economistas."

Onfray, además de libertario furioso, es un conocedor a fondo y un expositor prolijo de la filosofía oficial que critica (incluyendo al marxismo) y de la tradición alternativa que ofrece: una voluntad de libertad que atraviesa a los cínicos, Max Stirner, Proudhon, Nietzsche, Blanqui, La Boétie, y tantos otros. (Hay un anexo con bibliografía temática.) Quizás habría sido preferible, sin embargo, que se hubiera limitado a tomar de los cínicos el desprecio por las convenciones sociales, la prédica de igualdad y el ejercicio de la autarquía, y que hubiera dejado de lado esa forma literaria cuyo desarrollo se les atribuye: la diatriba.
Los antagonistas que Onfray desafía son inevitablemente siempre los mismos, los defensores del orden institucionalizado, y la prédica con que los enfrenta en cada sección del libro se vuelve redundante. El inconveniente no oscurece el filo de la vertiente afirmativa de su discurso, donde se destacan una espeluznante descripción de la pobreza en Francia; su teoría del individuo soberano; y, en la última parte, las propuestas para una acción obrera adaptada a las necesidades contemporáneas.

Las jerarquías son ficticias, las desigualdades fantoches; no hay superhombres, ni infrahombres, tampoco hombres convertidos en animales, en contraste con otros ungidos por los dioses del Valhalla: nada vale el artificio cuando la esencia lo dice todo y expresa la verdad absoluta de la especie. De los SS, Robert Antelme, en L'Espéce Humaine, escribe: "Pueden matar a un hombre, pero no pueden transformarlo en otra cosa". Esa es la primera verdad descubierta en el campo de concentración, de naturaleza ontológica: la existencia de una sola y única especie, y la naturaleza esencial de lo humano en el hombre, enclavada en el cuerpo, visceralmente asociada con la carne, el esqueleto, la piel y los huesos, con lo que queda de un ser, mientras un hálito, incluso frágil, aún lo anime. La verdad de un ser humano es su propio cuerpo.

Devastados por los furúnculos, destruidos por el ántrax, las heridas hormigueantes de gusanos, la carne devorada por los piojos, la piel violeta, agujeros que horadan la cara, la sangre consumida por los parásitos, los miembros helados y podridos, rapados, sin pelos, forzados cada día a bailar una danza macabra hasta el agotamiento, hasta la postración, incluso hasta que la muerte invada finalmente y para siempre el cuerpo: hasta en estos extremos el cuerpo del hombre triunfa en el lugar inexpugnable de su humanidad. Esta es la segunda verdad surgida de los campos, que sobrevuela los cadáveres. Ante la naturaleza y ante la muerte, sostiene Antelme, no hay diferencia sustancial. La esencia es la existencia, y viceversa. Ninguna precede a la otra, están fusionadas, como el cuerpo y su sombra.

De modo que esta ontología puesta de relieve por una fisiología -si no es al revés- exige que se sepa que lo esencial es el individuo y no, por cierto, el sujeto, el hombre o la persona. Lo que muestran los campos, tercera verdad, es que más allá de todos los artificios posibles e imaginables, comunes y familiares tanto para los nazis como para los amantes de ideologías gregarias que hacen del primero un sujeto de derecho, del segundo un género de la especie humana, o una persona que se mueve en un escenario metafísico, lo que hace a la irreductibilidad de un ser es su individualidad, y no su subjetividad, su humanidad o su personalidad.
El individuo es quien sufre, padece, tiene hambre y frío, habrá de morir o saldrá adelante, es él, en su cuerpo, y por lo tanto en su alma, que recibe los golpes, siente el avance de los parásitos, así como la debilidad, la muerte o el horror. Todo nuevo rostro que se dibuja en la arena después de la muerte del hombre pasa por esa voluntad deliberada de realización del individuo, y nada más.

Por otra parte, quizás el hombre haya vivido sus últimos momentos en los campos. Después de que Foucault dio las fechas de nacimiento, podría formularse la hipótesis de una fecha de defunción, para esculpir y materializar en una lápida los extremos entre los cuales desarrolló su enseñanza. Y, además, es necesario acabar de una vez con ese término que, jugando con la duplicidad y la pluralidad de las definiciones, permite someter al conjunto de la humanidad, incluida su mitad femenina, bajo la sola y única rúbrica de Hombre.

Siempre me molestó que, en ese registro, las mujeres fueran hombres –por ellas, si me lo permiten-. Pues los campos han demostrado, más allá de las variaciones semánticas y de las diversidades, que la individualidad es lo que tienen en común los seres humanos, sin importar su sexo, edad, color de piel, función social, educación, proveniencia, pasado: un solo cuerpo, aprisionado en los límites indivisibles de su individualidad solipsista. La fisiología que constituye la ontología ignora lo diverso para definir un solo y único principio.

Del sujeto podemos decir, desgraciadamente, que ha sido exacerbado en esta época y en estos lugares. Define al ser por la relación y la exterioridad, negándole una identidad propia que se le atribuye solamente por y en la sumisión, la subsunción a un principio trascendente, superándolo: la ley, el derecho, la necesidad o cualquier otra cosa que incita a hacer la economía de sí en provecho de una entidad estructurado por su participación, su docilidad. El sujeto es siempre de algo o de alguien. De modo tal que siempre encontramos un sujeto menos sujeto que otro, en la medida en que, apoyado sobre el principio en cuestión, uno se siente incesantemente autorizado para someter a otro: el juez, el político, el docente, el prelado, el moralista, el ideólogo, todos aman tanto a los sujetos sometidos que temen o detestan al individuo, insumiso. El sujeto se define en relación con la institución que lo permite, de ahí la distinción entre los buenos y los malos sujetos, los brillantes y los mediocres, es decir: aquellos que consienten el principio de la sumisión y los otros. Con su preocupación por la conciencia que se rebela y no acepta, Antelme recuerda que un sujeto no se define por su conciencia libre sino por su entendimiento sometido, fabricado para consentir la obediencia.

La persona tampoco me agrada. Aquí también la etimología, etrusca en este caso, recuerda que la palabra proviene de la máscara utilizada en la escena. Que el ser sea con relación a lo que se somete o por su modo de presentarse, no me convence, ni en uno ni en otro caso. La metáfora barroca del teatro, la vida como sueño o novela, la necesidad de la astucia o de la hipocresía, del juego social que presupone la persona del teatro, implican también el recurso al artificio: el ser para el otro no es el ser en su resplandor, ni en su miseria. El campo de concentración olvidó al hombre, celebró al sujeto, tornó improbable a la persona y puso de manifiesto al individuo. Las tres figuras de la sumisión funcionaron en la juridicidad, el humanismo y el personalismo. Quedan por formular las condiciones de posibilidad de un individualismo que no sea egoísmo.

Lejos de la red, de la estructura, de las formas exteriores que dibujan los contornos provenientes de lo social, la figura del individuo remite a la indivisibilidad, a la irreductibilidad. Es lo que queda cuando se despoja al ser de todos sus oropeles sociales. Bajo las sucesivas capas que designan al sujeto, al hombre y a la persona, encontramos el núcleo duro, entero, la mónada cuya identidad nada, salvo la muerte -y quizá ni eso-, puede quebrar. Unidad distinta en una serie jerárquica formada por géneros y especies, elemento indivisible, cuerpo organizado que vive su propia existencia, y que no podría dividirse sin desaparecer, ser humano en cuanto identidad biológica, entidad diferente de todas las otras, si no unidad de la que se componen las sociedades: el individuo sigue siendo irreductiblemente la piedra angular con la que se organiza el mundo.

La certeza del individuo, su naturaleza primera, atómica, obliga a deducir y a pronunciarse por el solipsismo. Sin hacer concesiones a las extravagancias metafísicas y excesivas de un Berkeley, se puede adelantar la idea de un solipsismo -solus ipse- en virtud de lo cual cada individualidad está condenada a vivir su única vida, y sólo su vida, a sentir, experimentar, tanto lo positivo como lo negativo, solamente para sí y por sí. Todos hemos conocido, conocemos o habremos de conocer los goces y los sufrimientos, las heridas y las caricias, las risas y las lágrimas, los llantos y las alegrías, la vejez, la angustia y el miedo, la muerte, pero estamos solos, sin poder transferir la menor sensación, imagen o sentimiento a un tercero, excepto bajo el modo participativo, pero desesperadamente ajeno, apartado y extraño. Cuarta lección para aprender del campo de concentración, siempre en el terreno ontológico: La constante evidencia del solipsismo y la condena del individuo a sí mismo. L'Espéce Humaine hace del campo de concentración el lugar de este experimento. Las escenas de violencia física, las palizas son descriptas con sobriedad. De la misma manera, con el tono de un moralista que hubiese tomado lecciones de concisión y lucidez de la Rochefoucault, Antelme afirma que cada uno "sabía que entre la vida de un compañero y la propia, se elegía la propia".

Reducido a la pura individualidad, a la protección de lo que en si constituye el sustrato de toda vida y de toda supervivencia, Robert Antelme saca a luz un principio denominado por él la vena del cuerpo, según el cual, ante el espectáculo del golpeado, del torturado, existe siempre, en el fondo de sí, allí donde se estancan y yacen las partes malditas, una satisfacción de un tipo particular, un modo extraño de gozar que supone el placer de no ser el hombre golpeado. No significa que se disfruta con el sufrimiento del otro, sino que es una forma de autoprotección, para evitar que aquel sufrimiento nos contamine, puesto que el hecho vale como placer de un dolor evitado, principio de un hedonismo negativo. Afectado por la compasión, fragilizado por la misericordia, toda individualidad sometida al ritmo y a las cadencias violentas de los campos de concentración habría estallado, lisa y llanamente. Vena del cuerpo, pues...

Se trata de hacer algo del individuo descripto, mostrado y reducido de este modo, de esta figura causada por la indigencia y la deconstrucción máxima. Caído al grado cero de la unidad, frente a lo que permite construir o reconstruir, ahora se trata de ascender hacia una complejidad que determine y defina el pasaje de la metafísica a la política. Toda política, tradicionalmente, propone un arte para someter al individuo y hacer de él un sujeto por medio de las desventajas y ventajas que concede una persona. Se distingue como técnica de integración de la individualidad en una lógica holista en la que el átomo pierde su naturaleza, su fuerza y su potencia. Proclamadas todas las utopías, pero también los proyectos de sociedad que pretendieron reivindicar la ciencia, lo positivo y el utilitarismo más sobrio, plantearon este axioma: el individuo debe ser destruido, luego reciclado, integrado en una comunidad proveedora de sentido. Todas las teorías del contrato social se apoyan sobre esta lógica: fin del ser indivisible, abandono del cuerpo propio y advenimiento del cuerpo social, único habilitado, luego, para reivindicar la indivisibilidad y la unidad habitualmente asociadas al individuo.

Ahora bien, la política que construya sobre, por y para la mónada aún no ha sido escrita. Como arte de olvidar, descuidar, contener, retener, canalizar, superar o pulverizar al individuo, desde hace siglos, propone variaciones, basadas todas en el tema de esta negación. El individuo nunca es percibido y concebido como entelequia, sino siempre como parcela, fragmento que exige, para ser realmente, un gran todo promotor de sentido y de verdad. Sumisión, sujeción, servidumbre, renuncia, subsunción, siempre en nombre del todo al que se le exige terminar con la parte, la que triunfa, sin embargo, como un todo por sí sola.

Todas las políticas apuntaron a esta transmutación del individuo en sujeto: los monárquicos en nombre del Rey, imagen del derecho divino, representante del principio de unidad celestial en la Tierra; los comunistas, en virtud del cuerpo social pacificado, armónico, sin clases, guerras, ni contradicciones, resuelto, en definitiva, bajo el modo monoteísta; los fascistas, en aras de la nación homogénea, la patria militarizada y sana; los capitalistas, obsesionados por la ley del mercado, la regulación mecánica de sus flujos de dinero y de los beneficios fáciles. Tradicionalistas e integristas, junto a ortodoxos y dogmáticos, cuentan con diligentes auxiliares del lado de los positivistas, de los cientificistas y de algunos sociólogos para quienes el sacrificio de lo diverso se hace en nombre de los universales con los que comulgan: Dios, el Rey, el Socialismo, el Comunismo, el Estado, la Nación, la Patria, el Dinero, la Sociedad, la Raza y otros artificios combatidos desde siempre por los nominalistas.

En esos mundos donde triunfa el culto de los ideales, universales generadores de mitologías -totalitarias o democráticas-, el individuo resulta un dato desdeñable. Se lo tolera o se lo celebra sólo cuando pone su vida al servicio de la causa que lo supera y a la cual todos consagran un culto: el Prelado, el Ministro, el Militante, el Revolucionario, el Funcionario, el Soldado, el Capitalista brillan como auxiliares de estas divinidades celebradas por la mayoría. ¿Dónde están las individualidades luminosas y solitarias, mágicas y magníficas? ¿En qué se convirtieron las excepciones radiantes en las que se encarna, hasta la incandescencia, la conciencia que no se disuelve bajo la opresión? ¿Qué pasó con aquellos cometas que atraviesan el cielo, solos, magníficos, antes de hundirse en la noche?

Querer una política libertaria es invertir las perspectivas: someter la economía a la política, pero también poner la política al servicio de la ética, hacer que prime la ética de la convicción sobre la ética de la responsabilidad, luego reducir las estructuras a la única función de máquinas al servicio de los individuos, y no a la inversa. Es posible entender el campo de concentración como la demostración exacerbada de lo que consagra el triunfo total y absoluto de los universales planteados como tales -la raza pura de un Reich milenario-, y de la voluntad de erradicar al individuo para construir una vasta e inmensa máquina hornogénea, purificada, fija, detenida en lo que es el modelo, absoluta en cuanto a fijación y negación de todo dinamismo: la muerte, cuando todo libertario desea y celebra la vida.

A la inversa de los modelos platónico, hobbesiano, rousseauniano, hegeliano, y marxista, modelos que- celebran una sociedad cerrada que, en sus variaciones encarnadas, desembocan en el nazismo y el estalinismo, luego, en todos los totalitarismos que procedieron, de alguna manera, de esta lógica de clausura, la política libertario busca la sociedad abierta, los flujos de circulación libres para las *individualidades capaces de moverse con libertad, de asociarse, también de separarse, de no ser retenidas y contenidas por argumentos de autoridad que las pondría en peligro, mellaría su identidad, incluso la haría imposible y hasta la suprimiría. Mientras Maquiavelo expresa la verdad política autoritaria, La Boétie formula la posibilidad de su vertiente libertaria.

Edgardo Augusto Magnani
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Discurso de la hiperestesia

Por Ramón Rocha Monroy

A Michel Onfray

Muy temprano en mi vida leí a Lin Yutang, el filósofo chino de la importancia de vivir. Con él aprendí a relajarme, a desnudarme, a andar descalzo, a llorar sin disimulo en el cine y a prestar atención a las cosas. Ahora sé que las cosas te esperan, necesitan que las mires, que las huelas, que las acaricies. Son esperantes, esperanzas, y cuando las abandonas, desesperadas, desesperanzas, mueren las cosas. Mientras más pequeñas y sencillas, más esperantes, más esperanzas: un ticket del metro, una entrada de teatro, una flor seca, una taza, una libreta, una jarra, una estampa, un pañuelo, un frasco lleno de hojas de otoño, de tierra de la tumba de Alfredo Domínguez, de huayrurus y caracoles.
Las cosas simples ponen en jaque a la razón y le señalan sus límites. Porque la razón se nutre de principios generales, de leyes científicas, de normas y silogismos, nos impide prestar atención a la identidad, a la particularidad de las cosas. Pero es de esa particularidad, y no de los principios generales del juicio, del conocimiento, de donde nace la poesía, la música, la narrativa, la pintura..., la alegría pura y simple. Como el vecindario del Chavo, la razón no nos tiene paciencia. Qué se va a ocupar de una piedrita, de un reflejo de la luz en una melena, de unos labios entreabiertos. Pero tampoco se preocupa de las pequeñas percepciones, ni de los sentidos. Lo peor es que la escuela es territorio de la razón y, en cambio, nadie nos ayuda a desarrollar los sentidos, las percepciones. La razón es producto de la estesia; el arte y la alegría, producto de la hiperestesia.
Esta no es una promoción del alcoholismo o del consumo de estimulantes. La atención puesta en los deseos, en los sentidos, hacen que el hombre sea la escultura de sí mismo. Pero la acumulación de satisfacciones embota los sentidos y esclaviza el espíritu. No es lo mismo un sujeto que desea que un objeto que padece: esa es la distancia que hay entre el gourmet, el sibarita, y el gourmand o glotón o borracho a secas. El alcohol es, en principio, un conjunto de vapores que aligera el espíritu, pero no derrumba el cuerpo. En el consumo de alcohol para provocar la hiperestesia hay una fascinación por el abismo, pero también un sentido de los límites, porque más allá de ellos, todo es black out, fuck off, vete a la chingada. Los vapores te hacen ligero y encienden la chispa de la hiperestesia. En cambio el alcoholismo denota debilidad de temperamento, ausencia de temple, desidia de la voluntad. En épocas anteriores al capitalismo jamás se había escuchado hablar del alcoholismo. Esa manera incontrolada de adormecerse, de darse pesadez en lugar de aligerarse, es un producto del malestar que genera nuestra civilización, un escape a las condiciones de vida infrahumanas. En cambio, la chispa de la hiperestesia es la suspensión momentánea de la razón. Por eso a las bebidas mágicas se las llama espirituosas.
El sistema quiere que renunciemos a las pasiones, las pulsiones, los instintos. Quiere en nosotros una vida ordenada, sometida a la razón, para exprimirnos mejor en el trabajo. Los índices de salud oficiales sobre el alcoholismo están dominados por esa ideología dominante. Si fuera por los expertos, no consumiríamos otra cosa que agua y agua, pero ya se sabe que el vino fue inventado por el hombre en protesta contra el exceso de agua, por pura y simple hidrofobia. Esa es la saga del patriarca Noé, repetida en todas las cosmogonías, harto del agua del diluvio, que plantó las primeras cepas, añejó los primeros caldos e inventó la embriaguez. Dios lo tenga en lo más cachondo de su santo reino.
Con la hiperestesia, las pequeñas percepciones de que habla el filósofo Leibniz, se hacen visibles. Antes se hallaban demasiado confundidas en el territorio del alma, débilmente registradas por nuestros sentidos; pero de pronto se hacen claras, diáfanas, inteligibles. De las entrañas del alma nos viene una agitación constante de pequeños reclamos, de pequeñas percepciones que acabarían por aturdirnos si mamá Razón no nos ayudara a ponerlas en su lugar. "Chapoteos, neblinas, rumores, danzas de polvo", dice Deleuze. Esas pequeñas percepciones ejecutan una danza dionisíaca que quiere arrebatarnos, y mamá Razón, "muy en sus trece", nos ayuda a sentarnos en nuestro sitio. De ese magma genésico, de ese lodo primigenio, de esa oscuridad radiante nace la luz que irradia los estados de conciencia claros y fulgurantes. Sólo Dios está exento, por aburrido, de asistir a este ballet dionisíaco, pero el hombre, cómo lo disfruta. Apolo pide mesura, calma, serenidad; llega Dionisios y nos arrebata, nos embriaga, nos pone eufóricos, nos permite ver la epifanía de las pequeñas percepciones, de las pequeñas cosas que comienzan a emparentarse entre sí, postulando las relaciones más extremas. Las vocales son de colores, las cebras tienen el arco iris en la piel, los elefantes son rosas, las jirafas estornudan pelotitas de golf, hay perros azules, peces que vuelan y gatos que bucean en fondos caracolinos. La hiperestesia produce ese "dichoso pánico" que nos lleva a conocer el corazón de las cosas, sus pulsiones íntimas, sus amores y rechazos, sus sentimientos. La hiperestesia engendra la adivinación, la inspiración, la creación, el sentido genésico, el apetito de perpetuar la vida. Por eso es que las partes ocultas, el pudendo, la piel más profunda, la libido, despiertan con la hiperestesia, son convocados a la danza dionisiaca. Y allí se vuelven luz. Salen del sueño pesado donde fermentan, despiertan como el champán, con un taponazo, y engendran luz. Dionisios se vuelve Apolo. La divinidad nace de las oscuridades de los sentidos, de la fermentación de la materia. Pero como esa danza ritual es efímera, sus pasos transcurren al borde del abismo, de la tragedia. El despertar es triste, el cuerpo y el espíritu no hallan consuelo. Esperan a mamá Razón para volver a reprimirse, a ser formalitos, a hacer sus tareas y cumplir las penitencias impuestas por los mayores. Es que la hiperestesia, como la alegría, la inspiración o el sentido genésico que engendran, no puede ser sino efímera. Si fuera constante, la razón nos diría un adiós definitivo y nos sumergiríamos en una deliciosa locura. Pero no podríamos disfrutarla mucho tiempo, porque el sistema nos lo cobraría muy caro.

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